Sentada
en una silla baja, de madera, con las patas redondas y aquel asiento de mimbre
cruzado, al que añadían el cojín de ganchillo con tantas vueltas de colores
diferentes como restos de ovillos le quedaban a su madre cuando los renovaba,
pasaba las tardes de verano de cinco a siete aproximadamente.
Estaba
en la calle, a la puerta de casa, como se hacía en los pueblos. Desde que
bajaba la fuerza del sol y se podía respirar
hasta que llegaba la hora de ir a regar a la huerta. Hacían falta dos
personas por lo menos, una para “echar” el agua y otra para avisar cuando
llegaba al final del suco y cambiar, eso le decía siempre su madre cuando
protestaba porque no quería ir.
No le gustaba ninguna de las dos
cosas, pero al menos cuando hacía punto de cruz en la calle, miraba hacía la
pared y nadie podía ver su cara. Estaba en otro lugar, cualquiera en el que las
niñas no tuvieran que hacer una colcha cómo la que había hecho su madre y así tener dos iguales;
una para cada hermano.
No recuerda cuantas veces tuvo que
deshacer y hacer los mismos ramos de flores, cada vez que contaba las cruces
que empezaban en otro color y no coincidían con las que traía entre manos.
“Hacer y deshacer todo es aprender”, le decían siempre. Pero en realidad hacía
maravillas, teniendo en cuenta que algunas veces estaba con Tom Sawyer y
Huckleberry Finn buscando tesoros o espiando en los cementerios. Otras con Los
Cinco merendando aquellos dulces con nombres tan raros que tenían la suerte de
comer en todas las aventuras – era muy golosa- o incluso recuperando el oro de
los sudistas de una de aquella novelas de Marcial Lafuente Estefanía que
escondía su padre en la mesilla de noche..
Aquella
colcha debió de durar unos seis o siete veranos. Cuando volvía a casa, su madre
le recordaba que ella ya no veía lo suficiente para terminarla aunque quisiera
y era una pena con lo que ya llevaba hecho no acabarla de una vez.
Y
vuelta a empezar; la misma silla, el mismo cojín y la misma impotencia al
escuchar las bicicletas de las niñas de fuera cuando subían a la piscina o
simplemente se reunían para pasar las tardes del verano.
Ellas
eran las de fuera, las que no tenían nada que hacer, pero en el pueblo la
vida era diferente.
Para
ella, lo único diferente eran los libros que iban pasando por su mente; Ana
Frank, El quijote, La celestina...Lo demás eran las mismas puntadas, los mismos
hilos y las mismas flores, restando poco a poco horas a la vida, horas a la
colcha.
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