jueves, 3 de enero de 2013

POR UNAS GOLOSINAS

 

La primera vez que oyó esa frase tenía diez, once o doce años (no lo recuerda bien y en realidad tampoco importa), fue en el recreo, cuando aquel chico “de los mayores” le pidió que la acompañara al quiosco y a ella le pareció una magnífica idea.

Era feo; bajo, con gafas (ella también) y apenas habían hablado algunas palabras en el autobús que los llevaba al mismo colegio, por eso le pareció extraño que se lo pidiera a ella. Pero era de su pueblo, y eso estaba por encima de todas las dudas, además el quiosco era el mejor destino posible a su edad.

En aquel cubículo de 4 metros cuadrados regentado por la señora María, “gorda-lironda” la llamaban, con las uñas más negras que las suyas cuando jugaba en el basurero del pueblo, se concentraban los olores y sabores prohibidos para las niñas y niños que cómo ella no disponían de dinero nada más que en muy contadas ocasiones. Era un suplicio observar el desfile de la mayoría de niñas y niños en la hora del recreo hacía el destino soñado, el reino de las golosinas y el azúcar, por eso, aquella invitación hizo que su imaginación empezara a trabajar en las distintas posibilidades y combinaciones dependiendo del dinero con el que la obsequiara su convecino.

Sin embargo, cuando llegaron, la condujo a uno de los laterales, allí había un trozo de tierra llena de matorral, de las que su padre llamaba “perdidas”, rodeada de una pared en ruinas que aportaba el aislamiento necesario y simbólico.” La empujó, y tirándola al suelo le dijo; “me han dicho que quieres hacer el amor conmigo”.

No había oído nunca esas palabras juntas ¿hacer el amor?, pero no hacían falta muchas explicaciones, los ojos de lascivia debajo de aquellas gafas metálicas con los cristales marrones en los bordes de la suciedad  que habían ido acumulando, eran la mejor interpretación posible.

Enmudeció, quería hablar pero no salía nada de su garganta, todo en ella había quedado en blanco. Su expresión debía ser tan clara, transmitir tanto miedo e incredulidad que aunque amenazó con alguna palabra que no recuerda, aquel imbécil marchó sin que a ella le diera tiempo a decir nada.

Temblaba, y tembló durante todo la tarde en las clases, sin abrir la boca cuando alguna profesora le preguntó por aquella actitud tan extraña.

Lloraba por dentro, y debían de ser unas lágrimas de hielo a tenor del frío que tenía metido en el cuerpo, peor que aquel que soportaban en los días de diciembre cogiendo aceitunas con la escarcha congelada en las ramas de los olivos. Su madre siempre hacía fuego para que se calentaran cada poco rato. Necesitaba aquel calor en ese instante.

¡Su madre!  No quería que se enterara por nada del mundo ¿qué pensaría si sabía que se había ído sola con aquel chico? ¿por qué siempre le pasaba todo a ella? Su madre tenía razón, ¿por qué no podía ser como las demás? Ella había ído por las chucherías y aquel chico le había dicho algo...pero no, no era lo que le había dicho, sino aquella mirada. Había sentido el mayor miedo de su vida.

No, por favor, que no se enterara, que no creyera que ella había ído queriendo. Nunca.