sábado, 25 de abril de 2015

Algunos libros del recuerdo



OLORES DE VERANO


Recuerdo el calor en los meses de julio y agosto.

Recuerdo mi casa en vacaciones, fresca por dentro y fuego en la calle. Sobre todo en las horas de la siesta, en las que nadie se atrevía a poner un pié fuera por miedo a fundirse con el asfalto.

Recuerdo el desván, bochornoso al mediodía, con aquella claraboya justo encima de las cajas de cartón apiladas año tras año, esperando por alguien que las ventilara o simplemente soplara el polvo.

Recuerdo las cebollas en ristras colgadas de la pared, las patatas al fondo, en el suelo, al lado de las manzanas, los pimientos y las peras de invierno.


Recuerdo la mezcla de olores que producían todos juntos; un aroma semejante al de un gran frutero que me daba la bienvenida a mi suite particular donde me escondía huyendo de la siesta, de las tareas aborrecidas o las riñas esperadas.

Recuerdo subir para 10 minutos y desaparecer del mundo, de este mundo.

Recuerdo libros llegados de “Madriz”, de las casas donde las primas de mi madre trabajaban de criadas (que así las llamaban en aquellos años), textos desahuciados junto a sus pequeños dueños de los dormitorios infantiles, y que allí, empaquetados, pedían una segunda oportunidad para demostrar que lo suyo no era cuestión de edades.

Recuerdo cuentos y leyendas escritas en una prosa empalagosa, palabras que en mi pueblo y en mi colegio nunca había escuchado. Historias de oriente, de África y de Sudamérica, heroínas y héroes a los que les costaba compartir espacio con tanto producto castellano, resistiéndose a perder su esencia en pro de aquella naturaleza creada para la perduración del cuerpo.

Recuerdo a Tom Sawyer y Huckeleberry Finn bañándose en el río y escondidos en un cementerio, las historias de Marcial Lafuente Estefanía que cogía a escondidas de la mesita de mi padre en las que los sudistas siempre intentaban recuperar su oro, los pasteles de carne que la tía Fanny preparaba para merendar a “Los cinco”, la voracidad con la que leí toda la saga de “Flores en el Ático” para entender como una madre podía permitir esa existencia tan inexistente, la envidia que me provocaba Momo con su vida de libertad y propiedad del tiempo.

Recuerdo a una Celestina, a Miguel en “La ardiente oscuridad” intentando terminar con la ilusión y el optimismo de un mundo aparentemente perfecto, a Bernardo, Fernandina y Esquilache protagonistas del famoso motín en “Un soñador para un pueblo”.

Recuerdo viajar a bordo del Nautilus junto a Ned Land, el más valiente, rubio y guapo de todos en “Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino". La inquietud y a la vez fascinación que me producía Jean-Baptiste, el ser inoloro de El Perfume.

Y por supuesto, recuerdo al más grande, a D. Quijote. Al que no le molestaban manzanas, cebollas o patatas porque su mundo estaba lleno de todo aquello que alimentara el espíritu, incompatible con los asuntos terrenales en los que la mayoría perdíamos el tiempo y andábamos enredados de la mañana a la noche.