Era feo; bajo, con gafas (ella también) y
apenas habían hablado algunas palabras en el autobús que los llevaba al mismo
colegio, por eso le pareció extraño que se lo pidiera a ella. Pero era de su
pueblo, y eso estaba por encima de todas las dudas, además el quiosco era el
mejor destino posible a su edad.
En aquel cubículo de 4 metros cuadrados
regentado por la señora María, “gorda-lironda” la llamaban, con las uñas más
negras que las suyas cuando jugaba en el basurero del pueblo, se concentraban
los olores y sabores prohibidos para las niñas y niños que cómo ella no
disponían de dinero nada más que en muy contadas ocasiones. Era un suplicio
observar el desfile de la mayoría de niñas y niños en la hora del recreo hacía
el destino soñado, el reino de las golosinas y el azúcar, por eso, aquella invitación
hizo que su imaginación empezara a trabajar en las distintas posibilidades y
combinaciones dependiendo del dinero con el que la obsequiara su convecino.
Sin embargo, cuando llegaron, la condujo a uno
de los laterales, allí había un trozo de tierra llena de matorral, de las que
su padre llamaba “perdidas”, rodeada de una pared en ruinas que aportaba el
aislamiento necesario y simbólico.” La empujó, y tirándola al suelo le dijo; “me
han dicho que quieres hacer el amor conmigo”.
No había oído nunca esas palabras juntas
¿hacer el amor?, pero no hacían falta muchas explicaciones, los ojos de
lascivia debajo de aquellas gafas metálicas con los cristales marrones en los
bordes de la suciedad que habían ido acumulando,
eran la mejor interpretación posible.
Enmudeció, quería hablar pero no salía nada de
su garganta, todo en ella había quedado en blanco. Su expresión debía ser tan
clara, transmitir tanto miedo e incredulidad que aunque amenazó con alguna
palabra que no recuerda, aquel imbécil marchó sin que a ella le diera tiempo a
decir nada.
Temblaba, y tembló durante todo la tarde en
las clases, sin abrir la boca cuando alguna profesora le preguntó por aquella
actitud tan extraña.
Lloraba por dentro, y debían de ser unas
lágrimas de hielo a tenor del frío que tenía metido en el cuerpo, peor que
aquel que soportaban en los días de diciembre cogiendo aceitunas con la
escarcha congelada en las ramas de los olivos. Su madre siempre hacía fuego
para que se calentaran cada poco rato. Necesitaba aquel calor en ese instante.
¡Su madre!
No quería que se enterara por nada del mundo ¿qué pensaría si sabía que
se había ído sola con aquel chico? ¿por qué siempre le pasaba todo a ella? Su
madre tenía razón, ¿por qué no podía ser como las demás? Ella había ído por las
chucherías y aquel chico le había dicho algo...pero no, no era lo que le había
dicho, sino aquella mirada. Había sentido el mayor miedo de su vida.
No, por favor, que no se enterara, que no
creyera que ella había ído queriendo. Nunca.
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