OLORES
DE VERANO
Recuerdo
el calor en los meses de julio y agosto.
Recuerdo
mi casa en vacaciones, fresca por dentro y fuego en la calle. Sobre todo en las
horas de la siesta, en las que nadie se atrevía a poner un pié fuera por miedo
a fundirse con el asfalto.
Recuerdo
el desván, bochornoso al mediodía, con aquella claraboya justo encima de las
cajas de cartón apiladas año tras año, esperando por alguien que las ventilara
o simplemente soplara el polvo.
Recuerdo
las cebollas en ristras colgadas de la pared, las patatas al fondo, en el
suelo, al lado de las manzanas, los pimientos y las peras de invierno.
Recuerdo
la mezcla de olores que producían todos juntos; un aroma semejante al de un
gran frutero que me daba la bienvenida a mi suite particular donde me escondía
huyendo de la siesta, de las tareas aborrecidas o las riñas esperadas.
Recuerdo
subir para 10 minutos y desaparecer del mundo, de este mundo.
Recuerdo
libros llegados de “Madriz”, de las casas donde las primas de mi madre
trabajaban de criadas (que así las llamaban en aquellos años), textos desahuciados
junto a sus pequeños dueños de los dormitorios infantiles, y que allí,
empaquetados, pedían una segunda oportunidad para demostrar que lo suyo no era
cuestión de edades.
Recuerdo
cuentos y leyendas escritas en una prosa empalagosa, palabras que en mi pueblo
y en mi colegio nunca había escuchado. Historias de oriente, de África y de
Sudamérica, heroínas y héroes a los que les costaba compartir espacio con tanto
producto castellano, resistiéndose a perder su esencia en pro de aquella
naturaleza creada para la perduración del cuerpo.
Recuerdo
a Tom Sawyer y Huckeleberry Finn bañándose en el río y escondidos en un
cementerio, las historias de Marcial Lafuente Estefanía que cogía a escondidas
de la mesita de mi padre en las que los sudistas siempre intentaban recuperar
su oro, los pasteles de carne que la tía Fanny preparaba para merendar a “Los
cinco”, la voracidad con la que leí toda la saga de “Flores en el Ático” para
entender como una madre podía permitir esa existencia tan inexistente, la
envidia que me provocaba Momo con su vida de libertad y propiedad del tiempo.
Recuerdo
a una Celestina, a Miguel en “La ardiente oscuridad” intentando terminar con la
ilusión y el optimismo de un mundo aparentemente perfecto, a Bernardo,
Fernandina y Esquilache protagonistas del famoso motín en “Un soñador para un
pueblo”.
Recuerdo
viajar a bordo del Nautilus junto a Ned Land, el más valiente, rubio y guapo
de todos en “Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino". La inquietud y a la
vez fascinación que me producía Jean-Baptiste, el ser inoloro de El Perfume.
Y
por supuesto, recuerdo al más grande, a D. Quijote. Al que no le molestaban
manzanas, cebollas o patatas porque su mundo estaba lleno de todo aquello que
alimentara el espíritu, incompatible con los asuntos terrenales en los que la
mayoría perdíamos el tiempo y andábamos enredados de la mañana a la noche.